Geografía líquida para agorafóbicos

Casi siempre se comienza por una imagen o un sonido cualquiera. Supongamos, por ejemplo, que se camina por un parque a orillas de un río, cuando se encuentra de repente la larga hoja de una planta meciéndose de tal forma que dibuja unos círculos imaginarios. Uno se detiene a observarla: ¿Qué será lo que la mueve? Nada aparentemente: no hay viento, ni ningún animal posado sobre ella. Continúa meciendose y uno empieza a pensar si será que al desayuno, cuando se pensaba en lo largo que iba a ser el día tratando de resolver un trabajo acumulado por meses y meses, se revolvió demasiado compulsivamente el jugo de naranja, batiendo de tal modo la realidad, que hasta dicha hoja adquirió esa rotación involuntariamente. Se queda uno suspendido en otro espacio y otro tiempo que se diluye y transforma de manera inverosímil. El movimiento de la hoja hace recordar algún objeto que se pensó debía existir para tomar jugo en los paseos: una licuadora portátil que consiste en un vaso y una tapa que al presionar hace mover unas cuchillas en el interior, destrozando la pulpa de alguna fruta, hasta volverla una solución espesa que aguarda ser ingerida. ¿Es la presión de todo un universo la que hace que esta hoja se mueva como una cuchilla imaginaria, que convierte en líquido todo lo que la rodea? Uno decide acercarse, dejar que la fuerza actúe a ver si de una vez por todas se posee un pensamiento fluido. Suena entonces la melodía de un carrito de helados que pasa por una calle próxima: Es el recuerdo del tedio de la tarde, mirar por la ventana y escuchar ese sonido destemplado mientras se piensa cuantos días más se tendrá que vivir. ¿Cuántas tardes más se tendrá que acumular para llenar el talonario de la muerte? ¿Muerte? ó ¿parálisis en la cama tumba en la cual pasamos la mitad de nuestras vidas?

Hubo un tiempo en el que sobre una cama se mecían unas prótesis ortopédicas para las rodillas. Justo se las podía ver a modo de móvil mientras se dormía. Eran la quietud-parálisis de aquel momento.

Pero los helados también recuerdan otras cosas. Uno ve un helado y le dan ganas de ser hormiga para desplazarse por esa cantidad de nieve. Y es que esos son otros paisajes, no como los de nuestro mundo retícula; donde hasta en los supermercados desconocidos se puede adivinar donde se encuentran las naranjas. Estar en un nevado, así como estar fuera de la ciudad, implica recorrer espacios remotos, “vacíos” y no diseñados, que se transforman a gran velocidad de manera insospechada. Un día son monstruos; uno sólo puede percibir su hostilidad; otro día son paraísos perdidos donde uno no sabe si quiere seguir siendo persona y de los cuales no se quiere regresar a las cuatro paredes, donde el cuerpo dice trayecto, repetición.

La ciudad es un murmullo que está presente en cada percepción del día. Es el fondo en el cual uno se desarrolla, algo denso esta siempre ahí, es el sonido lateral de la ciudad. Revestida de muros, interconectada a través de vías, densamente habitada, la ciudad es más que un lugar de encuentro para el comercio y el intercambio de conocimientos: es la razón única de sus habitantes. Se vive y se piensa por y para la ciudad, para corroborar sus estructuras y almacenar tiempo. Sus dimensiones crecen y con ella la idea de su primacía universal: antes éramos geocéntricos, luego humanistas y actualmente urbano-céntricos. Todo es ciudad, espera ser colonizado o se clasifica y encapsula como espectáculo de lo salvaje.

Con frecuencia se habla sobre los imaginarios urbanos, pero, alguna vez nos preguntamos ¿en qué modo percibimos lo que no es ciudad, siendo habitantes de la ciudad?

Los espacios “vacíos” de ciudad, aquellos por los cuales sólo se transita de paso, o especialmente en Colombia, lugares a los que se teme y por esta misma razón son abandonados a quienes pueden defenderse por su cuenta y asumen el riesgo, para convertirlos en espacios de guerra, son lugares desde los cuales no hay formas estables y la percepción es movediza. Y es que la ciudad puede ser una trinchera gigantesca que nos protege de algo que ya se ha olvidado, el afuera de la polis.

La brecha entre lo urbano y el espacio exterior crece, la ciudad se refleja a sí misma en todas partes y los lugares ajenos a sus estructuras se convierten en no-lugares que es preciso eliminar para vivir en una retícula social sedentaria. Cuando la ciudad se vuelve universo lo remoto está a la vuelta de la esquina.

Viajar constituye un punto de partida, es reconocer que la percepción del espacio y del tiempo depende del estado de movimiento del observador, marcar un recorrido, ir de un punto específico a otro. Desplazarse en cuerpo y mente. Navegar es más aún: es permitir que la realidad se diluya a cada paso. Viajar deconstruye la brecha entre espacios urbanos y nómadas.